9 de abril de 1992, el día de la inauguración oficial del Palacio de Congresos de Granada, una infraestructura fundamental para el desarrollo de la ciudad. Después del pasamanos reglamentario que tienen estos actos, nos subieron a los fotógrafos y cámaras a una de las salas del palacio, después subieron el Rey Don Juan Carlos y el resto de autoridades e invitados. Don Juan Carlos se colocó junto a nosotros y se puso a charlar con el director del palacio y con el alcalde de la ciudad, Jesús Quero, mientras esperaban que llegase Plácido Domingo para firmar en el libro de honor. De repente, el Rey se giró para decirle a Jesús Quero.
–¡Alcalde! ¿Aquí donde se mea?
Jesús Quero se encogió de hombros y miró al director del Palacio de Congresos, que indicó a su majestad que saliendo por la puerta del fondo, junto a la que estábamos nosotros, había otra sala, y la puerta que estaba a la derecha era la de los servicios de caballeros. Inmediatamente y sin pensárselo dos veces, el Rey se fue por la mencionada puerta a la sala de al lado. Justo cuando iba a entrar en los servicios mira para atrás y ve que toda la comitiva se había ido detrás de él, por lo cual tuvo que volverse sin poder ir al servicio.

Las dos horas siguientes, la cosa fue a peor: el rey sin mear y los discursos que no terminaban. Hasta que, por fin, acabó el acto de la inauguración, salieron sus majestades rápidamente y se montaron todos en los coches oficiales dirección del aeropuerto. No sé qué pasó en ese instante pero el rey tuvo que decirle a su jefe de seguridad algo parecido a esto:
–Maestro, al aeropuerto no llegó. O meo o me meo.

El que sea tomó nota porque, de pronto, el coche de sus majestades y toda la comitiva de vehículos se dirigió al hotel Saray, a cien metros del Palacio de Congresos. Se rumoreaba que quería ver el hotel pero yo sabía la verdad: el rey se estaba meando. Un poco más adelante, el coche de su majestad frenó para bajarse a saludar a una vieja que estaba aplaudiendo al paso de sus majestades. En un instante empezaron a aparecer policías y guardaespaldas por todos sitios, la cara que se le quedó a la pobre señora fue de espanto. Invitan a Don Juan Carlos a volver a meterse en el coche para poder llegar al dichoso hotel y poder concluir la misión.
Un poco más adelante está el hotel Saray y su majestad vio el cielo abierto. ¡Por fin puedo mear!, diría. Y cuando entró se encontró al director del hotel con el libro de firmas de honor. El pobre director tuvo que esperar a que el Rey hiciera aguas menores, para que le firmase el libro, cosa que hizo poco después con cara relajada.

